sábado, 21 de agosto de 2010

Autobús III

Seis horas perdidas… ¡Seis! Una vez más, encerrado en aquella jaula que suponía ser esa vieja aula, la cual había albergado a muchas generaciones ya. A veces era un misterio para mí mismo el hecho de que aún se mantuviese en pie ese decrépito edificio. En muchas ocasiones tenía la sensación de que sólo iba allí por una razón.

Ella.

Las personas solitarias, aunque no lo parezca, también tenemos sentimientos. Solo que no los demostramos. Bajo mi seria fachada, un colorido jardín se había plantado en mi corazón, y sus raíces, al ahondar para aferrarse a mí, me provocaban un agudo dolor que pocas veces podía soportar cuando pasaba las horas con la soledad.

Con todo y con eso, nunca había sido capaz de ni tan siquiera decirle un triste y tímido “hola”. A veces he dudado de si ella realmente sabía de mi existencia. No me sorprendería si no lo hiciese. De todas las veces que nos habíamos cruzado, ni tan sólo me obsequió con una fugaz mirada de curiosidad. Qué podía esperar…

Su larga y lisa melena morena ondeando al viento me volvía loco. Su sonrisa sincera. Su mirada pícara y traviesa… su alucinante cuerpo. Vaya, estaba enamorado. Qué sorpresa… no, qué cojones, ¡qué mierda! Dudé por momentos de si de repente me había convertido en masoquista por llegar a intentar pensar que alguna vez iba a conseguir algo. Iluso…

El único sentimiento que recibía a cambio de todos los demás era impotencia.

Pura impotencia.