jueves, 15 de abril de 2010

Autobús II

Cuando estaba llegando a mi parada, decidí levantarme. Dando tumbos por el traqueteo lógico del bus, conseguí alcanzar la parte delantera. Nunca salía por ahí, pero sentía la imperiosa necesidad de preguntarle al conductor por la identidad del viejo. Cuando paró, miré al hombre quien, enfundado en aquel eterno jersey rojo, me observaba sonriente.

- Eh… perdone, ¿sabe quién era ese hombre? – inquirí con algo de miedo.

- ¿Quién? ¿Qué hombre? – dijo extrañado.

- Ése que… esto… nada, déjelo. Debió haber sido un sueño.

Bajé lo más rápido que pude de allí, a cada momento que pasaba, a cada vez que lo pensaba, me encontraba más asustado. Cada vez más. Recorrí los doscientos metros que separaban la parada de mi destino, mi “amado” instituto. Pasando ya por el umbral de la enorme puerta principal coronada por un gigante y sempiterno cartel que reza “IES Andrés Buenavista” recordé, como todas las mañanas, lo mucho que odiaba estar allí.

Tras subir los tres pisos que separan el hall de mi aula, entré en ella. Sin que nadie me saludara, como era habitual, tomé asiento en el único pupitre de la última fila, puse mi maleta sobre la mesa y miré por la ventana, perdiendo mi preocupada mente en la línea que separaba el horizonte del infinito.

Nunca había pasado por una experiencia semejante, y mi cabeza no estaba por la labor de dejarme olvidarlo. Con mi reloj interior parado, sin darle importancia a todo cuanto transcurría a mi alrededor, intenté reconstruir mentalmente y de la manera más fiel posible a la realidad la escena que había tenido lugar apenas hacía media hora.

Yo no había visto a aquel hombre anteriormente en mi vida.

martes, 13 de abril de 2010

Autobús

Por fin. A lo lejos se divisaba, llegando con una tranquila lentitud, el objeto de mis esperas durante los últimos veinte minutos. Paró a mi lado, descansó su motor durante unos segundos y abrió su puerta. Todos los días me montaba en aquel condenado autobús que me llevaba a un lugar tan feliz que me provocaba depresiones. Todos los días el mismo conductor. Grande, calvo y con una prominente nariz, parecía conocerme ya como si fuese su propio hijo. Debía estar tan harto de verme como yo de verle a él. Pero en el fondo nos teníamos cariño. Aún así, jamás habíamos intercambiado una palabra de más relevancia que un saludo de cortesía.

Le di los 50 centavos que costaba el trayecto y fui a tomar asiento en mi lugar habitual. Precisamente aquella mañana, que no me había despertado con el mejor humor de todos. Precisamente en ese momento. Llevaba años ya sentándome en ese sitio. Apenas me encontraba personas en ese bus. Como mucho, alguna revista abandonada o algún viajero que, al quedarse dormido, se había saltado su parada. Vivía en medio de la nada, allí nunca va nadie. No entiendo aún, años después, cómo pusieron una línea de autobús allí.

¿Qué cojones hacía aquel viejo sentado en mi sitio? Era la única persona montada. Habían unos 30 asientos libres. Y precisamente tenía que haber cogido el mío. Manda huevos. Aún conservaba algo de la educación que me habían impartido mis padres cuando era un niño pequeño y, por respeto a la tercera edad, simplemente arrastré mi maleta con desgana y me senté cerca de él.

- Buenos días, muchacho – me dijo con una amplia sonrisa.

- Buenos días, señor.

- ¿Te molesta que me haya sentado en tu sitio?

- No, tranquilo, hombre, no pasa nada.

Cogí mi teléfono móvil, enganché mis auriculares en él y, acto seguido, los introduje en lo más profundo de mis oídos. Quería ausentarme durante el trayecto, tal y como solía hacer cada vez que me montaba ahí. Cuando llevaba unos veinte segundos de mi canción favorita del amplio repertorio de jazz que contiene mi antiguo Sony Ericsson, no pude evitar girar mi cuello violentamente, con los ojos y la boca abiertos en un claro gesto de estupor.

- O-oiga, ¿cómo sabe que ese es mi sitio? – acerté a inquirir.

- Del mismo modo que sé que te llamas Andrés.

Su sonrisa y su penetrante mirada me hicieron retroceder unos milímetros en mi asiento. Para ser sincero, estaba bastante acojonado.

- Pero… - levanté una ceja e intenté dominar la situación - ¿quién es usted?

- ¿Quién sabe? – respondió alegremente.

El colectivo, que es como llaman a los autobuses en Argentina, frenó bruscamente, lo que provocó que me cayese de nuevo en mi asiento, lastimándome levemente el hombro derecho. El viejo se levantó, se quitó el sombrero tras una breve zalema en señal de saludo y se bajó por la puerta trasera. Cuando me levanté para observar su dirección, lo máximo que pude divisar fue polvo en la lacrada calle y nada más.