jueves, 21 de octubre de 2010

Recuerdos amorosos de mi juventud

Mientras paseaba por las calles del centro de mi ciudad con mi flamante nueva novia, cogido de su mano, miraba a todo aquel que se cruzaba en mi camino con una expresión de superioridad. Como si quisiera decir “miradme, voy con mi novia”. A decir verdad, aquella situación me era tan emocionante como extraña y novedosa.

Si bien había tenido algunos affaires amorosos de una sola noche, jamás en mi vida había tenido una relación estable. Era la primera vez que, oficialmente, salía con una chica. Por ello, la observaba, furtivo, por el rabillo del ojo, intentando adivinar en su cara una emoción parecida. Ella simplemente sonreía levemente, como deleitada por ir a mi lado, mientras miraba fijamente el horizonte. Supuse que estaba perdida en sus pensamientos de niña quinceañera, que sueña con pasar el resto de su vida con su caballero –con el cual acaba de empezar a salir, todo hay que decirlo-, montados ambos a lomos de un corcel blanco que los transportará a un mundo feliz y… ¡bah! Supongo que sabréis a lo que intento referirme.

Esa tarde de un otoñal invierno no había mucha gente paseando por las calles. Era lógico, en esa ciudad los –así llaman los cristianos al domingo- días del Señor, las calles solían estar desiertas. Y más aquel fin de semana, en el que las predicciones meteorológicas daban parte de una temible bajada de las temperaturas, lo cual para los habitantes de un cálido clima como era el nuestro, viene a ser algo terrible. ¿Qué podría ser mejor que quedarse en casa, bajo el abrigo de una manta y el calor de una estufa? Yo lo supe ese día. Tener el único calor de una mujer a tu lado, tomar su mano, abrazarla. Todo tomaba un cariz especial, de cierta seriedad, aunque siempre pensé y, pese a que haya pasado mucho tiempo, sigo pensando, que a esa edad, la llamada del pavo, las relaciones sólo variaban según el nombre que se le quisiese dar. Estar de rollo, estar de lío, estar saliendo. Al final, todo era lo mismo. Hacías lo mismo, lo único que variaba era la frecuencia.

Recuerdo aún la última imagen que tuve de ella, cerrando sus ojos mientras acercaba su cara a la mía, antes de fundirnos en aquel primer beso “de novios”, que pareció durar eternamente. Aunque no sabría definir ese “eternamente” con un matiz positivo o negativo. Por un lado… ¡joder! Era la primera vez que tenía novia, y no un simple encuentro pasajero de una sola jornada nocturna. Pero por otro lado, cuando despegué mis labios de los suyos para poder admirar su bello rostro, pasó lo que jamás debería haber pasado. Por una centésima de segundo, sólo eso, mientras terminaba de abrir los párpados, pude divisar una cara distinta. No era la suya. No.

Se trataba de otra persona. La última que desearía haber visto allí, en una ilusión, que no en la realidad, donde ardía en deseos de poder tan sólo tocar su mano y disfrutar del falso cariño que me regalaban sus abrazos. Creo que a estas alturas, los que me conocían por aquel entonces –hoy en día no es mi afición narrar mis peripecias juveniles- ya habrán adivinado de quién se trataba. Mi amor platónico, mi única musa, la única estrella que, cuando brillaba en mi cielo, eclipsaba a todas las demás. El puerto al que mi barco intentaba dirigirse, sin éxito, pues las condenadas corrientes marinas, regidas por eso a lo que llamamos hado o destino, me enviaban sin piedad en otras direcciones.

Comprendí entonces que, por mucho que lo intentara, jamás podría olvidarla. Y también comprendí entonces que todas las mujeres por las que había creído sentir algo hasta ese entonces, habían sido tan solo un espejismo de una vía de escape. De escapar de sus tenebrosas garras, las cuales no me dejaban huir del dolor que me provocaba verla todos los días y no tenerla entre mis brazos, entregada a la pasión y rendida ante su propio corazón, al cual su razón negaba una y otra vez.

De eso le hablé varias veces, con más o menos éxito. Intenté hacerla pensar acerca del tema, con indirectas y planteamientos varios, pero o bien no lo entendía o no quería entenderlo. Un día, saliendo de nuestro querido botellón y, envalentonado por el par de copas de más que controlaban mi cerebro, fui incluso capaz de decirle algo parecido a “la única razón por la que no estamos juntos es tu estúpido orgullo”.

Cuando no le quedaba más salida que aceptar lo obvio, se limitaba a sonreír y asentir, como si la cosa no fuera con ella. Como si pudiera borrar todos mis esfuerzos por hacerla mía con un simple gesto. Y, vaya que sí, la muy jodida lo conseguía. En el momento en el que veía que mi lucha era en vano, la aparcaba. Al menos hasta el próximo día en el que, de nuevo, sacaría el tema y obtendría la misma respuesta. Bueno, alguna que otra vez, he de reconocerlo, sacaba a pasear su lengua viperina para, de la manera más elegante de todas, darme puerta. “Eres uno de mis mejores amigos y no quiero perderte”, decía una y otra vez.

Ni el más lógico de los argumentos podía con ella. Su terquedad podía ser comparada incluso con su belleza, lo que para cualquier amador platónico es considerado blasfemia. Así que pueden imaginarse cuán obstinadamente mantenía ella sus razones, las cuales complementaba con sus encantos femeninos, consiguiendo desarmarme sin más oposición que la de mis brazos rodeándola en otro de sus fríos abrazos. Mierda, he vuelto a caer. Algo así era lo que pensaba cada vez que ocurría esto. ¡Y era un círculo vicioso! Parecía que nunca podría salir de ahí, que mi destino era ser su mejor amigo, su pagafantas. Quiero aclarar, pagafantas es un término acuñado en esa época, hoy ya en desuso, que se refiere al amigo que siempre está ahí pero que nunca podrá conseguir sus objetivos amorosos con la doncella en cuestión. Volviendo al tema, tenía la sensación de que jamás podría llegar a ser algo más que su fiel escudero, aguantando sus armas en las mil y un batallas que libraba con destreza con y contra el género masculino.

Tomé una decisión, con la intención de dar un cambio radical a la coyuntura. Decidí poner tierra de por medio, y siete meses antes de volver mis pasos y regresar a la ciudad que me vio nacer, hice lo que jamás pensé que tendría valor de hacer. Cogí sus manos, la miré a los ojos y, sin mediar palabra, la besé de manera fugaz en la boca. Sus ojos como platos denotaban la sorpresa que ella denotaba ante mi inesperada acción. Seguí observándolos fijamente, y el brillo en ellos, que resaltaba su maravilloso color castaño, me dio la suficiente fuerza para que el aire que exhalaba se convirtiera en las palabras que siempre anhelé decirle a la cara. “Te amo…”, le dije.

Ella calló a lo largo de un eterno segundo, y, acto seguido…

Ahora te toca a ti escribir el resto de la historia.

miércoles, 13 de octubre de 2010

BANDERITAS Y PATRIOTISMO A SETECIENTOS METROS BAJO EL SUELO

Por Víctor Escribano

33 personas gritaban con ilusión el cántico “¡Chi, Chi, Chi, Le, Le, Le!” al mismo tiempo que medio mundo estaba pegado al televisor para seguir más de cerca el progreso de las máquinas que, poco a poco, perforaban el suelo del desierto de Atacama para alcanzar el refugio de la Mina de San José. Esas 33 personas, ya consideradas héroes a lo largo y ancho de todo el globo, esos 33 mineros que han aguantado estoicamente durante casi setenta días en una mina tras un accidente que derrumbó la galería principal -bloqueando la salida-, me han hecho pensar.

Más allá de la emoción que suscita ver, con suma alegría, que alcanzan la superficie, uno por uno, esos heroicos trabajadores, he podido comprobar cómo aquello a lo que yo no le daba importancia es uno de las más útiles herramientas a la hora de lograr la unidad de una sociedad al completo. Hablo de un símbolo como puede ser la bandera. Siendo sincero, nunca he sido un gran patriota. Me gusta España, sí, pero no siento nada especial cuando veo la enseña rojigualda ondeando en lo más alto de un mástil.

Ahora veo lo muy equivocado que estaba. A lo que yo consideraba un simple trozo de tela por el cual se identifica un país, se le pueden atribuir maravillosos poderes que, de ningún otra manera, conseguiría un sólo ser humano. Entre ellos, el poder de unificar. Hemos podido observar cómo en estos 69 días que han transcurrido desde que nos llegó la primera noticia, aún difusa, de un desastre en una ignota mina de un desierto chileno dejado de la mano de Dios, todo el pueblo del país sudamericano se ha unido en un canto de esperanza, en el que todas las voces sonaban al unísono, cantando ese “¡Chi, Chi, Chi, Le, Le, Le!” que ya mencioné al principio de este artículo.

Eso es sólo una muestra de los efectos que puede tener cualquier tipo de insignia o símbolo –ya sea bandera, himno, o cualquier otra cosa mediante la que nos podamos identificar- sobre un país, e incluso puede hacer que, con una causa de fuerza mayor, extranjeros se unan al sentimiento que aflora en los corazones de todos los que se hacen uno solo para transmitir su fuerza a los que han sufrido una desgracia. Por lo tanto, puedo asegurar que, más que un pedazo de tela, una bandera es un pedazo de alma que hemos donado cada uno de nosotros para las causas comunes.

Hoy, al mediodía, mientras volvía a mi casa en busca del tan deseado almuerzo, pude divisar mi ya querida bandera roja y amarilla, reinando al son del viento en un edificio público. Y hoy, por primera vez en mucho tiempo, he sentido un estremecimiento al verla, se me han revuelto las tripas. Porque he sentido que, bajo su yugo, nos encontramos casi cincuenta millones de personas que, tarde o temprano, volveremos a concentrarnos en un único ser.

sábado, 21 de agosto de 2010

Autobús III

Seis horas perdidas… ¡Seis! Una vez más, encerrado en aquella jaula que suponía ser esa vieja aula, la cual había albergado a muchas generaciones ya. A veces era un misterio para mí mismo el hecho de que aún se mantuviese en pie ese decrépito edificio. En muchas ocasiones tenía la sensación de que sólo iba allí por una razón.

Ella.

Las personas solitarias, aunque no lo parezca, también tenemos sentimientos. Solo que no los demostramos. Bajo mi seria fachada, un colorido jardín se había plantado en mi corazón, y sus raíces, al ahondar para aferrarse a mí, me provocaban un agudo dolor que pocas veces podía soportar cuando pasaba las horas con la soledad.

Con todo y con eso, nunca había sido capaz de ni tan siquiera decirle un triste y tímido “hola”. A veces he dudado de si ella realmente sabía de mi existencia. No me sorprendería si no lo hiciese. De todas las veces que nos habíamos cruzado, ni tan sólo me obsequió con una fugaz mirada de curiosidad. Qué podía esperar…

Su larga y lisa melena morena ondeando al viento me volvía loco. Su sonrisa sincera. Su mirada pícara y traviesa… su alucinante cuerpo. Vaya, estaba enamorado. Qué sorpresa… no, qué cojones, ¡qué mierda! Dudé por momentos de si de repente me había convertido en masoquista por llegar a intentar pensar que alguna vez iba a conseguir algo. Iluso…

El único sentimiento que recibía a cambio de todos los demás era impotencia.

Pura impotencia.

jueves, 15 de abril de 2010

Autobús II

Cuando estaba llegando a mi parada, decidí levantarme. Dando tumbos por el traqueteo lógico del bus, conseguí alcanzar la parte delantera. Nunca salía por ahí, pero sentía la imperiosa necesidad de preguntarle al conductor por la identidad del viejo. Cuando paró, miré al hombre quien, enfundado en aquel eterno jersey rojo, me observaba sonriente.

- Eh… perdone, ¿sabe quién era ese hombre? – inquirí con algo de miedo.

- ¿Quién? ¿Qué hombre? – dijo extrañado.

- Ése que… esto… nada, déjelo. Debió haber sido un sueño.

Bajé lo más rápido que pude de allí, a cada momento que pasaba, a cada vez que lo pensaba, me encontraba más asustado. Cada vez más. Recorrí los doscientos metros que separaban la parada de mi destino, mi “amado” instituto. Pasando ya por el umbral de la enorme puerta principal coronada por un gigante y sempiterno cartel que reza “IES Andrés Buenavista” recordé, como todas las mañanas, lo mucho que odiaba estar allí.

Tras subir los tres pisos que separan el hall de mi aula, entré en ella. Sin que nadie me saludara, como era habitual, tomé asiento en el único pupitre de la última fila, puse mi maleta sobre la mesa y miré por la ventana, perdiendo mi preocupada mente en la línea que separaba el horizonte del infinito.

Nunca había pasado por una experiencia semejante, y mi cabeza no estaba por la labor de dejarme olvidarlo. Con mi reloj interior parado, sin darle importancia a todo cuanto transcurría a mi alrededor, intenté reconstruir mentalmente y de la manera más fiel posible a la realidad la escena que había tenido lugar apenas hacía media hora.

Yo no había visto a aquel hombre anteriormente en mi vida.

martes, 13 de abril de 2010

Autobús

Por fin. A lo lejos se divisaba, llegando con una tranquila lentitud, el objeto de mis esperas durante los últimos veinte minutos. Paró a mi lado, descansó su motor durante unos segundos y abrió su puerta. Todos los días me montaba en aquel condenado autobús que me llevaba a un lugar tan feliz que me provocaba depresiones. Todos los días el mismo conductor. Grande, calvo y con una prominente nariz, parecía conocerme ya como si fuese su propio hijo. Debía estar tan harto de verme como yo de verle a él. Pero en el fondo nos teníamos cariño. Aún así, jamás habíamos intercambiado una palabra de más relevancia que un saludo de cortesía.

Le di los 50 centavos que costaba el trayecto y fui a tomar asiento en mi lugar habitual. Precisamente aquella mañana, que no me había despertado con el mejor humor de todos. Precisamente en ese momento. Llevaba años ya sentándome en ese sitio. Apenas me encontraba personas en ese bus. Como mucho, alguna revista abandonada o algún viajero que, al quedarse dormido, se había saltado su parada. Vivía en medio de la nada, allí nunca va nadie. No entiendo aún, años después, cómo pusieron una línea de autobús allí.

¿Qué cojones hacía aquel viejo sentado en mi sitio? Era la única persona montada. Habían unos 30 asientos libres. Y precisamente tenía que haber cogido el mío. Manda huevos. Aún conservaba algo de la educación que me habían impartido mis padres cuando era un niño pequeño y, por respeto a la tercera edad, simplemente arrastré mi maleta con desgana y me senté cerca de él.

- Buenos días, muchacho – me dijo con una amplia sonrisa.

- Buenos días, señor.

- ¿Te molesta que me haya sentado en tu sitio?

- No, tranquilo, hombre, no pasa nada.

Cogí mi teléfono móvil, enganché mis auriculares en él y, acto seguido, los introduje en lo más profundo de mis oídos. Quería ausentarme durante el trayecto, tal y como solía hacer cada vez que me montaba ahí. Cuando llevaba unos veinte segundos de mi canción favorita del amplio repertorio de jazz que contiene mi antiguo Sony Ericsson, no pude evitar girar mi cuello violentamente, con los ojos y la boca abiertos en un claro gesto de estupor.

- O-oiga, ¿cómo sabe que ese es mi sitio? – acerté a inquirir.

- Del mismo modo que sé que te llamas Andrés.

Su sonrisa y su penetrante mirada me hicieron retroceder unos milímetros en mi asiento. Para ser sincero, estaba bastante acojonado.

- Pero… - levanté una ceja e intenté dominar la situación - ¿quién es usted?

- ¿Quién sabe? – respondió alegremente.

El colectivo, que es como llaman a los autobuses en Argentina, frenó bruscamente, lo que provocó que me cayese de nuevo en mi asiento, lastimándome levemente el hombro derecho. El viejo se levantó, se quitó el sombrero tras una breve zalema en señal de saludo y se bajó por la puerta trasera. Cuando me levanté para observar su dirección, lo máximo que pude divisar fue polvo en la lacrada calle y nada más.

martes, 2 de marzo de 2010

Jamás olvidaré aquella cara

El siguiente texto lo he escrito para el Concurso de Relatos de mi instituto.

Jamás olvidaré aquella cara. Han pasado ya más de veinte años desde entonces, pero da igual. Antes caerán de mi memoria las imágenes de mi boda que esa cara. Es imposible. Yo estuve allí. Y la vi. […]

Corría el año 2010, bueno, acababa de empezar. Un día más en mi vida, una vida de aventuras y emoción, al menos de cara al público. La verdad es que era todo tedio y cansancio, sin ninguna noticia de interés que dar para labrarme un nombre en el mundo del periodismo. Aún estaba en aquella primera etapa en el periódico El País, como corresponsal en el país que, casi a las cinco de la tarde de un fatídico doce de Enero, se convirtió en el mismísimo infierno.

No sé si, queridos lectores, aún se acuerdan de lo que ocurrió ese día. Les estoy hablando del Terremoto de Haití. Puede que ya tengan una imagen difusa en sus memorias, y para eso estoy escribiendo esto. Para rememorar, con más o menos acierto, lo que ocurrió ese día. Se preguntarán, ¿por qué? La respuesta es sencilla: porque yo estaba allí, lo vi todo. Lo sentí todo. Lo experimenté todo. Mi vida cambió radicalmente a partir de ese momento.

Hacía sol. Como todas las tardes desde que llegué allí dos años atrás proveniente de Guinea Ecuatorial, me encontraba sentado en la terraza del Salon de Thé que estaba debajo de mi pequeño apartamento. Jean-Claude, el propietario del local, un afable hombre que rozaría los cincuenta, comentaba conmigo la actualidad del país.

- ¿Y qué tal te cae el nuevo Premier, Bellerive? – curioseé.

Él perdió su mirada en el claro cielo de la tarde de Port-au-Prince, antes de hacer una mueca de desesperación y finalmente contestar.

- La verdad, amigo, es que va a hacer lo mismo que todos los que han estado en el poder. Bellerive viene con lo mismo con lo que vino Michèle-Pierre Louis. Con todo y con nada. Muchos estudios, muchas sonrisas, muchas fotos… pero ninguno ha hecho absolutamente nada por el país.

- Bueno, pero tú no tienes problemas, – le aseguré – tú vives bien.

Sonrió levemente y se levantó de la silla. Aún recuerdo con nostalgia esas largas conversaciones bajo el sol, en las que tratábamos desde los temas más triviales hasta la más pura filosofía. Me parecía increíble que alguien natural de uno de los países más pobres del mundo tuviese esa visión del mundo y esa sabiduría almacenada en su interior. De no ser por él, a los pocos meses de llegar allí me hubiese largado.

Mientras él entraba lentamente en el pequeño local a preparar algo más de té, yo observaba fijamente lo poco que quedaba de agua caliente sobre los posos en el fondo de mi vaso. Me preguntaba cuál sería mi futuro, no estaba completamente seguro de que desde España querrían seguir contando conmigo como corresponsal, ya que últimamente no mandaba ninguna noticia a la central. ¿Qué querían? No había nada de interés realmente en Haití. Era un país aburrido.

Me despertó de mi letargo mental un leve zarandeo a mis espaldas. Me giré, y me sorprendió no ver a nadie. Sonreí, pensando que era una broma de Jean-Claude, pero me asusté al volver a mirar el vaso. Los restos de té se movían como si de agua del mar se tratase, y la fuerza del movimiento aumentaba con rapidez. Lo que antes era un tenue tintineo del vasito, ahora era todo un temblor.

Salí disparado de la silla, con la cámara de fotos en la mano, esperando ver un avión que volaba demasiado bajo o, menos probablemente, un desfile de elefantes. Sí, pensé en eso. No me imaginé que podía ser un terremoto hasta que vi a mi siempre tranquilo camarada huyendo del local. “¡Corre! ¡Huye!” me gritaba agitando las manos mientras se alejaba calle abajo. Yo permanecí inmóvil, contemplando como una grieta comenzaba a atravesar el edificio donde vivía. Sentí el impulso de correr escaleras arriba y salvar lo que pudiera, ya que el inmueble tenía todas las de venirse abajo en unos minutos. Algo en mi interior me dijo que no lo hiciera. Tienen suerte. De haber ido, no podrían leer esta historia.

Pronto comenzaron a caer trozos de pared cerca de mí, y los edificios colindantes comenzaron a seguir al mío como auténticas fichas de dominó, así que me aparté como pude y me precipité en la misma dirección en la que había visto por última vez a mi amigo, corriendo y gritando como si le persiguiera un león salvaje. Cuando llegué a la intersección que daba a una de las calles más importantes del barrio, miré hacia la derecha y me quedé completamente petrificado. Una auténtica avalancha de personas huía como podía de entre los escombros de lo que antes era un barrio residencial de la casi inexistente clase media de la capital del país caribeño.

Por suerte pude desviar mi rumbo unos metros para evitar aquel alud humano. Entre tantas personas, pude divisar qué había al otro lado de la calle. Una niña de unos diez años miraba fijamente a la multitud, sola y sumida en un silencio desesperado que clamaba a gritos un poco de ayuda. En el momento en el que pareció dispersarse un poco el montón de ciudadanos alocados que se intentaban zafar de la catástrofe, crucé la calle corriendo y la cogí entre mis brazos.

- Aidez-moi! Aidez-moi! – gritaba pataleando.

Sus gritos me dieron aún más fuerza para intentar llevarla a un lugar seguro. Aquellos minutos se me hicieron realmente eternos. Corría sin dirección entre cantidad de cascotes, restos de una ciudad que hacía poco había sobrevivido a una guerra civil, buscando un refugio seguro donde poder sobrellevar las réplicas que vendrían a continuación sin esperar una muerte segura.

Me cruzaba con madres que lloraban, cuerpos que yacían sin vida arrasados por la naturaleza y el azar, niños que buscaban un lugar en el que esconderse del terremoto, sin saber que la parca los acechaba, rondándolos para llevarlos con ella. Paré un momento y les grité para que salieran de ahí. Pronto entendí que el miedo los había paralizado, y que no podía hacer nada para evitar la fatalidad si quería salvar a la niña que aún portaba entre mis brazos y, sobre todo, a mí mismo.

Pese a que había estado en varios países en guerra con tan sólo 32 años, aquella situación me superaba. Cuando estás con un pelotón del ejército norteamericano en pleno desierto de Kandahar, al sur de Afganistán, sabes que tarde o temprano van a entrar en combate. Que vas a escuchar disparos, vas a ver sangre y quizás muertos. Sabes dónde estás y estás preparado. Pero en un terremoto, ni el más experimentado de los soldados actuaría con tranquilidad. Esa situación te sobrecoge, estás completamente desorientado, mirando sin ver, solamente buscando una salida que te lleve fuera del infierno.

Cuando por fin vi un pequeño descampado donde no había ningún edificio con peligro de derrumbarse cerca, mi respiración entrecortada descansó un momento para dar paso a un leve suspiro de descanso. La bajé de mis brazos y la puse en el suelo. Me agaché para ponerme a su altura, y pude ver en sus ojos el infinito agradecimiento de quien ha sido salvado por un ángel. Cuando lo pienso detenidamente, acabo llegando a la conclusión de que no soy ni un salvador, ni un ángel, ni nadie caído del cielo. Simplemente hice lo que debía. Tuve el valor de enfrentarme a mi destino. Pero sobre todo, tuve el valor de luchar contra el hado que iba a actuar sobre aquella débil chiquilla, que, totalmente conmovida por la situación, no era capaz de articular una sola palabra.

Cuando la Tierra cesó en su sacudida, ella ya no estaba allí. Me volví para buscarla, pero ya no estaba. Quizás salió corriendo presa del pánico y de los nervios, que hicieron efecto sobre tan tierna criatura. Pero quizás fue ella quien realmente me salvó a mí. Quizás fue ella una bendición caída del cielo. Quizás fue ella el ángel que me libró del terrible aniquilamiento que sufrieron casi medio millón de personas a manos de la propia madre que nos dio la vida. Quizás fue ella y no al revés. Nunca lo sabré. No volví a verla. Pero, si algo es seguro, es que jamás olvidaré aquella cara.

Lázaro San Román

El País.com, 20-11-2032

jueves, 11 de febrero de 2010

Little Man



Sencillamente enorme. No tiene pérdida. Lo he visto tres veces y, a cada una, mejor me parece.

martes, 2 de febrero de 2010

Wicked Game


Chris Isaak
Wicked Game

World was on fire
No one could save me but you.
Strange what desire will make foolish people do
I never dreamed that I'd meet somebody like you
And I never dreamed that I'd lose somebody like you

No, I don't want to fall in love
[This girl is only gonna break your heart]
No, I don't want to fall in love...
[This girl is only gonna break your heart]
With you

What a wicked game you play
To make me feel this way
What a wicked thing to do
To let me dream of you
What a wicked thing to say
You never felt this way
What a wicked thing to do
To make me dream of you

And I don't wanna fall in love
[This girl is only gonna break your heart]
And I don't want to fall in love
[This girl is only gonna break your heart]

World was on fire
No one could save me but you
Strange what desire will make foolish people do
I never dreamed that I'd love somebody like you
And I never dreamed that I'd lose somebody like you

No I don't wanna fall in love
[This girl is only gonna break your heart
No I don't wanna fall in love...
[This girl is only gonna break your heart]
With you

Nobody loves no one

viernes, 29 de enero de 2010

Una frase.

"Sólo se valora la verdadera amistad cuando has vivido sin ella."

Víctor Escribano.

Potencial

Me hace gracia. Mucha gracia. Pero una gracia amarga, que recuerda momentos que he ido borrando de mi memoria a base de porrazos psicológicos, intentando forzarlos a un oscuro ostracismo sin poder eliminarlos completamente. Es una sensación agridulce. ¿A quién no le gusta que le digan lo bueno que es? Supongo que a nadie. Pero en el fondo me traslada mentalmente de nuevo a esas sensaciones…

Sensaciones que no se quieren revivir. Todos tienen alguna así en su mente. Incluso tú, mi querido lector, o lectora. Pero cuando tienes una tras otra, no es tan divertido recordar esa anécdota, no es tan fácil superar los fantasmas del pasado, que una y otra vez acosan en busca de frustración, desesperación e ira, alimentos que deleitan sus malditos paladares.

Yo ya tiré mi potencial a la basura. Me hace gracia. Mucha gracia. Hace unos días, en clase de Filosofía –curioso, ¿no?-, no tuve mejor idea que recitar la primera frase de este párrafo, a lo que fui contestado con un irónico “quizás no lo hayas encontrado aún”. Estuve pensando un rato. Y la verdad es que en ese momento dejó de hacerme gracia, mucha gracia.

Ser un mono de feria no es divertido: sólo le interesas a la gente para que les entretengas… viene a ser la paradoja del Payaso triste, aquel actor de circo que intenta llegar a su público sin humillarse para hacer reír, a lo que sus espectadores responden con abucheos, y se da cuenta de que nada más le quieren para que se dé porrazos desde lo alto de una escalera que se abre.

Ser superior no es divertido: la envidia es uno de los grandes errores de la humanidad, y por mucho que la denuncie, nada va a cambiar. Incluso yo, que estoy escribiendo estas palabras, soy consciente de que no me libro de ello. Yo también siento envidia. Envidia hacia la gente normal… que jamás ha tenido que luchar para ser como es, y, mucho menos, perder esa batalla en favor de la gran mayoría. Por eso, oculto siempre mi verdadero yo tras esa capa de falso chulo que me cubre las veinticuatro horas del día.

Estaba pensando hace unos días. Me hace gracia. Mucha gracia. ¿El qué? Que cuando imito a Zapatero o hago un chiste, la gente me mire con alegría. Pero sobre todo, que cuando realmente intento mostrar un poco de mi “yo” inteligente, me miren con una mezcla de escepticismo, admiración y lejanía.

Sólo quiero ser normal.