miércoles, 13 de octubre de 2010

BANDERITAS Y PATRIOTISMO A SETECIENTOS METROS BAJO EL SUELO

Por Víctor Escribano

33 personas gritaban con ilusión el cántico “¡Chi, Chi, Chi, Le, Le, Le!” al mismo tiempo que medio mundo estaba pegado al televisor para seguir más de cerca el progreso de las máquinas que, poco a poco, perforaban el suelo del desierto de Atacama para alcanzar el refugio de la Mina de San José. Esas 33 personas, ya consideradas héroes a lo largo y ancho de todo el globo, esos 33 mineros que han aguantado estoicamente durante casi setenta días en una mina tras un accidente que derrumbó la galería principal -bloqueando la salida-, me han hecho pensar.

Más allá de la emoción que suscita ver, con suma alegría, que alcanzan la superficie, uno por uno, esos heroicos trabajadores, he podido comprobar cómo aquello a lo que yo no le daba importancia es uno de las más útiles herramientas a la hora de lograr la unidad de una sociedad al completo. Hablo de un símbolo como puede ser la bandera. Siendo sincero, nunca he sido un gran patriota. Me gusta España, sí, pero no siento nada especial cuando veo la enseña rojigualda ondeando en lo más alto de un mástil.

Ahora veo lo muy equivocado que estaba. A lo que yo consideraba un simple trozo de tela por el cual se identifica un país, se le pueden atribuir maravillosos poderes que, de ningún otra manera, conseguiría un sólo ser humano. Entre ellos, el poder de unificar. Hemos podido observar cómo en estos 69 días que han transcurrido desde que nos llegó la primera noticia, aún difusa, de un desastre en una ignota mina de un desierto chileno dejado de la mano de Dios, todo el pueblo del país sudamericano se ha unido en un canto de esperanza, en el que todas las voces sonaban al unísono, cantando ese “¡Chi, Chi, Chi, Le, Le, Le!” que ya mencioné al principio de este artículo.

Eso es sólo una muestra de los efectos que puede tener cualquier tipo de insignia o símbolo –ya sea bandera, himno, o cualquier otra cosa mediante la que nos podamos identificar- sobre un país, e incluso puede hacer que, con una causa de fuerza mayor, extranjeros se unan al sentimiento que aflora en los corazones de todos los que se hacen uno solo para transmitir su fuerza a los que han sufrido una desgracia. Por lo tanto, puedo asegurar que, más que un pedazo de tela, una bandera es un pedazo de alma que hemos donado cada uno de nosotros para las causas comunes.

Hoy, al mediodía, mientras volvía a mi casa en busca del tan deseado almuerzo, pude divisar mi ya querida bandera roja y amarilla, reinando al son del viento en un edificio público. Y hoy, por primera vez en mucho tiempo, he sentido un estremecimiento al verla, se me han revuelto las tripas. Porque he sentido que, bajo su yugo, nos encontramos casi cincuenta millones de personas que, tarde o temprano, volveremos a concentrarnos en un único ser.

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