jueves, 21 de octubre de 2010

Recuerdos amorosos de mi juventud

Mientras paseaba por las calles del centro de mi ciudad con mi flamante nueva novia, cogido de su mano, miraba a todo aquel que se cruzaba en mi camino con una expresión de superioridad. Como si quisiera decir “miradme, voy con mi novia”. A decir verdad, aquella situación me era tan emocionante como extraña y novedosa.

Si bien había tenido algunos affaires amorosos de una sola noche, jamás en mi vida había tenido una relación estable. Era la primera vez que, oficialmente, salía con una chica. Por ello, la observaba, furtivo, por el rabillo del ojo, intentando adivinar en su cara una emoción parecida. Ella simplemente sonreía levemente, como deleitada por ir a mi lado, mientras miraba fijamente el horizonte. Supuse que estaba perdida en sus pensamientos de niña quinceañera, que sueña con pasar el resto de su vida con su caballero –con el cual acaba de empezar a salir, todo hay que decirlo-, montados ambos a lomos de un corcel blanco que los transportará a un mundo feliz y… ¡bah! Supongo que sabréis a lo que intento referirme.

Esa tarde de un otoñal invierno no había mucha gente paseando por las calles. Era lógico, en esa ciudad los –así llaman los cristianos al domingo- días del Señor, las calles solían estar desiertas. Y más aquel fin de semana, en el que las predicciones meteorológicas daban parte de una temible bajada de las temperaturas, lo cual para los habitantes de un cálido clima como era el nuestro, viene a ser algo terrible. ¿Qué podría ser mejor que quedarse en casa, bajo el abrigo de una manta y el calor de una estufa? Yo lo supe ese día. Tener el único calor de una mujer a tu lado, tomar su mano, abrazarla. Todo tomaba un cariz especial, de cierta seriedad, aunque siempre pensé y, pese a que haya pasado mucho tiempo, sigo pensando, que a esa edad, la llamada del pavo, las relaciones sólo variaban según el nombre que se le quisiese dar. Estar de rollo, estar de lío, estar saliendo. Al final, todo era lo mismo. Hacías lo mismo, lo único que variaba era la frecuencia.

Recuerdo aún la última imagen que tuve de ella, cerrando sus ojos mientras acercaba su cara a la mía, antes de fundirnos en aquel primer beso “de novios”, que pareció durar eternamente. Aunque no sabría definir ese “eternamente” con un matiz positivo o negativo. Por un lado… ¡joder! Era la primera vez que tenía novia, y no un simple encuentro pasajero de una sola jornada nocturna. Pero por otro lado, cuando despegué mis labios de los suyos para poder admirar su bello rostro, pasó lo que jamás debería haber pasado. Por una centésima de segundo, sólo eso, mientras terminaba de abrir los párpados, pude divisar una cara distinta. No era la suya. No.

Se trataba de otra persona. La última que desearía haber visto allí, en una ilusión, que no en la realidad, donde ardía en deseos de poder tan sólo tocar su mano y disfrutar del falso cariño que me regalaban sus abrazos. Creo que a estas alturas, los que me conocían por aquel entonces –hoy en día no es mi afición narrar mis peripecias juveniles- ya habrán adivinado de quién se trataba. Mi amor platónico, mi única musa, la única estrella que, cuando brillaba en mi cielo, eclipsaba a todas las demás. El puerto al que mi barco intentaba dirigirse, sin éxito, pues las condenadas corrientes marinas, regidas por eso a lo que llamamos hado o destino, me enviaban sin piedad en otras direcciones.

Comprendí entonces que, por mucho que lo intentara, jamás podría olvidarla. Y también comprendí entonces que todas las mujeres por las que había creído sentir algo hasta ese entonces, habían sido tan solo un espejismo de una vía de escape. De escapar de sus tenebrosas garras, las cuales no me dejaban huir del dolor que me provocaba verla todos los días y no tenerla entre mis brazos, entregada a la pasión y rendida ante su propio corazón, al cual su razón negaba una y otra vez.

De eso le hablé varias veces, con más o menos éxito. Intenté hacerla pensar acerca del tema, con indirectas y planteamientos varios, pero o bien no lo entendía o no quería entenderlo. Un día, saliendo de nuestro querido botellón y, envalentonado por el par de copas de más que controlaban mi cerebro, fui incluso capaz de decirle algo parecido a “la única razón por la que no estamos juntos es tu estúpido orgullo”.

Cuando no le quedaba más salida que aceptar lo obvio, se limitaba a sonreír y asentir, como si la cosa no fuera con ella. Como si pudiera borrar todos mis esfuerzos por hacerla mía con un simple gesto. Y, vaya que sí, la muy jodida lo conseguía. En el momento en el que veía que mi lucha era en vano, la aparcaba. Al menos hasta el próximo día en el que, de nuevo, sacaría el tema y obtendría la misma respuesta. Bueno, alguna que otra vez, he de reconocerlo, sacaba a pasear su lengua viperina para, de la manera más elegante de todas, darme puerta. “Eres uno de mis mejores amigos y no quiero perderte”, decía una y otra vez.

Ni el más lógico de los argumentos podía con ella. Su terquedad podía ser comparada incluso con su belleza, lo que para cualquier amador platónico es considerado blasfemia. Así que pueden imaginarse cuán obstinadamente mantenía ella sus razones, las cuales complementaba con sus encantos femeninos, consiguiendo desarmarme sin más oposición que la de mis brazos rodeándola en otro de sus fríos abrazos. Mierda, he vuelto a caer. Algo así era lo que pensaba cada vez que ocurría esto. ¡Y era un círculo vicioso! Parecía que nunca podría salir de ahí, que mi destino era ser su mejor amigo, su pagafantas. Quiero aclarar, pagafantas es un término acuñado en esa época, hoy ya en desuso, que se refiere al amigo que siempre está ahí pero que nunca podrá conseguir sus objetivos amorosos con la doncella en cuestión. Volviendo al tema, tenía la sensación de que jamás podría llegar a ser algo más que su fiel escudero, aguantando sus armas en las mil y un batallas que libraba con destreza con y contra el género masculino.

Tomé una decisión, con la intención de dar un cambio radical a la coyuntura. Decidí poner tierra de por medio, y siete meses antes de volver mis pasos y regresar a la ciudad que me vio nacer, hice lo que jamás pensé que tendría valor de hacer. Cogí sus manos, la miré a los ojos y, sin mediar palabra, la besé de manera fugaz en la boca. Sus ojos como platos denotaban la sorpresa que ella denotaba ante mi inesperada acción. Seguí observándolos fijamente, y el brillo en ellos, que resaltaba su maravilloso color castaño, me dio la suficiente fuerza para que el aire que exhalaba se convirtiera en las palabras que siempre anhelé decirle a la cara. “Te amo…”, le dije.

Ella calló a lo largo de un eterno segundo, y, acto seguido…

Ahora te toca a ti escribir el resto de la historia.

miércoles, 13 de octubre de 2010

BANDERITAS Y PATRIOTISMO A SETECIENTOS METROS BAJO EL SUELO

Por Víctor Escribano

33 personas gritaban con ilusión el cántico “¡Chi, Chi, Chi, Le, Le, Le!” al mismo tiempo que medio mundo estaba pegado al televisor para seguir más de cerca el progreso de las máquinas que, poco a poco, perforaban el suelo del desierto de Atacama para alcanzar el refugio de la Mina de San José. Esas 33 personas, ya consideradas héroes a lo largo y ancho de todo el globo, esos 33 mineros que han aguantado estoicamente durante casi setenta días en una mina tras un accidente que derrumbó la galería principal -bloqueando la salida-, me han hecho pensar.

Más allá de la emoción que suscita ver, con suma alegría, que alcanzan la superficie, uno por uno, esos heroicos trabajadores, he podido comprobar cómo aquello a lo que yo no le daba importancia es uno de las más útiles herramientas a la hora de lograr la unidad de una sociedad al completo. Hablo de un símbolo como puede ser la bandera. Siendo sincero, nunca he sido un gran patriota. Me gusta España, sí, pero no siento nada especial cuando veo la enseña rojigualda ondeando en lo más alto de un mástil.

Ahora veo lo muy equivocado que estaba. A lo que yo consideraba un simple trozo de tela por el cual se identifica un país, se le pueden atribuir maravillosos poderes que, de ningún otra manera, conseguiría un sólo ser humano. Entre ellos, el poder de unificar. Hemos podido observar cómo en estos 69 días que han transcurrido desde que nos llegó la primera noticia, aún difusa, de un desastre en una ignota mina de un desierto chileno dejado de la mano de Dios, todo el pueblo del país sudamericano se ha unido en un canto de esperanza, en el que todas las voces sonaban al unísono, cantando ese “¡Chi, Chi, Chi, Le, Le, Le!” que ya mencioné al principio de este artículo.

Eso es sólo una muestra de los efectos que puede tener cualquier tipo de insignia o símbolo –ya sea bandera, himno, o cualquier otra cosa mediante la que nos podamos identificar- sobre un país, e incluso puede hacer que, con una causa de fuerza mayor, extranjeros se unan al sentimiento que aflora en los corazones de todos los que se hacen uno solo para transmitir su fuerza a los que han sufrido una desgracia. Por lo tanto, puedo asegurar que, más que un pedazo de tela, una bandera es un pedazo de alma que hemos donado cada uno de nosotros para las causas comunes.

Hoy, al mediodía, mientras volvía a mi casa en busca del tan deseado almuerzo, pude divisar mi ya querida bandera roja y amarilla, reinando al son del viento en un edificio público. Y hoy, por primera vez en mucho tiempo, he sentido un estremecimiento al verla, se me han revuelto las tripas. Porque he sentido que, bajo su yugo, nos encontramos casi cincuenta millones de personas que, tarde o temprano, volveremos a concentrarnos en un único ser.