martes, 2 de marzo de 2010

Jamás olvidaré aquella cara

El siguiente texto lo he escrito para el Concurso de Relatos de mi instituto.

Jamás olvidaré aquella cara. Han pasado ya más de veinte años desde entonces, pero da igual. Antes caerán de mi memoria las imágenes de mi boda que esa cara. Es imposible. Yo estuve allí. Y la vi. […]

Corría el año 2010, bueno, acababa de empezar. Un día más en mi vida, una vida de aventuras y emoción, al menos de cara al público. La verdad es que era todo tedio y cansancio, sin ninguna noticia de interés que dar para labrarme un nombre en el mundo del periodismo. Aún estaba en aquella primera etapa en el periódico El País, como corresponsal en el país que, casi a las cinco de la tarde de un fatídico doce de Enero, se convirtió en el mismísimo infierno.

No sé si, queridos lectores, aún se acuerdan de lo que ocurrió ese día. Les estoy hablando del Terremoto de Haití. Puede que ya tengan una imagen difusa en sus memorias, y para eso estoy escribiendo esto. Para rememorar, con más o menos acierto, lo que ocurrió ese día. Se preguntarán, ¿por qué? La respuesta es sencilla: porque yo estaba allí, lo vi todo. Lo sentí todo. Lo experimenté todo. Mi vida cambió radicalmente a partir de ese momento.

Hacía sol. Como todas las tardes desde que llegué allí dos años atrás proveniente de Guinea Ecuatorial, me encontraba sentado en la terraza del Salon de Thé que estaba debajo de mi pequeño apartamento. Jean-Claude, el propietario del local, un afable hombre que rozaría los cincuenta, comentaba conmigo la actualidad del país.

- ¿Y qué tal te cae el nuevo Premier, Bellerive? – curioseé.

Él perdió su mirada en el claro cielo de la tarde de Port-au-Prince, antes de hacer una mueca de desesperación y finalmente contestar.

- La verdad, amigo, es que va a hacer lo mismo que todos los que han estado en el poder. Bellerive viene con lo mismo con lo que vino Michèle-Pierre Louis. Con todo y con nada. Muchos estudios, muchas sonrisas, muchas fotos… pero ninguno ha hecho absolutamente nada por el país.

- Bueno, pero tú no tienes problemas, – le aseguré – tú vives bien.

Sonrió levemente y se levantó de la silla. Aún recuerdo con nostalgia esas largas conversaciones bajo el sol, en las que tratábamos desde los temas más triviales hasta la más pura filosofía. Me parecía increíble que alguien natural de uno de los países más pobres del mundo tuviese esa visión del mundo y esa sabiduría almacenada en su interior. De no ser por él, a los pocos meses de llegar allí me hubiese largado.

Mientras él entraba lentamente en el pequeño local a preparar algo más de té, yo observaba fijamente lo poco que quedaba de agua caliente sobre los posos en el fondo de mi vaso. Me preguntaba cuál sería mi futuro, no estaba completamente seguro de que desde España querrían seguir contando conmigo como corresponsal, ya que últimamente no mandaba ninguna noticia a la central. ¿Qué querían? No había nada de interés realmente en Haití. Era un país aburrido.

Me despertó de mi letargo mental un leve zarandeo a mis espaldas. Me giré, y me sorprendió no ver a nadie. Sonreí, pensando que era una broma de Jean-Claude, pero me asusté al volver a mirar el vaso. Los restos de té se movían como si de agua del mar se tratase, y la fuerza del movimiento aumentaba con rapidez. Lo que antes era un tenue tintineo del vasito, ahora era todo un temblor.

Salí disparado de la silla, con la cámara de fotos en la mano, esperando ver un avión que volaba demasiado bajo o, menos probablemente, un desfile de elefantes. Sí, pensé en eso. No me imaginé que podía ser un terremoto hasta que vi a mi siempre tranquilo camarada huyendo del local. “¡Corre! ¡Huye!” me gritaba agitando las manos mientras se alejaba calle abajo. Yo permanecí inmóvil, contemplando como una grieta comenzaba a atravesar el edificio donde vivía. Sentí el impulso de correr escaleras arriba y salvar lo que pudiera, ya que el inmueble tenía todas las de venirse abajo en unos minutos. Algo en mi interior me dijo que no lo hiciera. Tienen suerte. De haber ido, no podrían leer esta historia.

Pronto comenzaron a caer trozos de pared cerca de mí, y los edificios colindantes comenzaron a seguir al mío como auténticas fichas de dominó, así que me aparté como pude y me precipité en la misma dirección en la que había visto por última vez a mi amigo, corriendo y gritando como si le persiguiera un león salvaje. Cuando llegué a la intersección que daba a una de las calles más importantes del barrio, miré hacia la derecha y me quedé completamente petrificado. Una auténtica avalancha de personas huía como podía de entre los escombros de lo que antes era un barrio residencial de la casi inexistente clase media de la capital del país caribeño.

Por suerte pude desviar mi rumbo unos metros para evitar aquel alud humano. Entre tantas personas, pude divisar qué había al otro lado de la calle. Una niña de unos diez años miraba fijamente a la multitud, sola y sumida en un silencio desesperado que clamaba a gritos un poco de ayuda. En el momento en el que pareció dispersarse un poco el montón de ciudadanos alocados que se intentaban zafar de la catástrofe, crucé la calle corriendo y la cogí entre mis brazos.

- Aidez-moi! Aidez-moi! – gritaba pataleando.

Sus gritos me dieron aún más fuerza para intentar llevarla a un lugar seguro. Aquellos minutos se me hicieron realmente eternos. Corría sin dirección entre cantidad de cascotes, restos de una ciudad que hacía poco había sobrevivido a una guerra civil, buscando un refugio seguro donde poder sobrellevar las réplicas que vendrían a continuación sin esperar una muerte segura.

Me cruzaba con madres que lloraban, cuerpos que yacían sin vida arrasados por la naturaleza y el azar, niños que buscaban un lugar en el que esconderse del terremoto, sin saber que la parca los acechaba, rondándolos para llevarlos con ella. Paré un momento y les grité para que salieran de ahí. Pronto entendí que el miedo los había paralizado, y que no podía hacer nada para evitar la fatalidad si quería salvar a la niña que aún portaba entre mis brazos y, sobre todo, a mí mismo.

Pese a que había estado en varios países en guerra con tan sólo 32 años, aquella situación me superaba. Cuando estás con un pelotón del ejército norteamericano en pleno desierto de Kandahar, al sur de Afganistán, sabes que tarde o temprano van a entrar en combate. Que vas a escuchar disparos, vas a ver sangre y quizás muertos. Sabes dónde estás y estás preparado. Pero en un terremoto, ni el más experimentado de los soldados actuaría con tranquilidad. Esa situación te sobrecoge, estás completamente desorientado, mirando sin ver, solamente buscando una salida que te lleve fuera del infierno.

Cuando por fin vi un pequeño descampado donde no había ningún edificio con peligro de derrumbarse cerca, mi respiración entrecortada descansó un momento para dar paso a un leve suspiro de descanso. La bajé de mis brazos y la puse en el suelo. Me agaché para ponerme a su altura, y pude ver en sus ojos el infinito agradecimiento de quien ha sido salvado por un ángel. Cuando lo pienso detenidamente, acabo llegando a la conclusión de que no soy ni un salvador, ni un ángel, ni nadie caído del cielo. Simplemente hice lo que debía. Tuve el valor de enfrentarme a mi destino. Pero sobre todo, tuve el valor de luchar contra el hado que iba a actuar sobre aquella débil chiquilla, que, totalmente conmovida por la situación, no era capaz de articular una sola palabra.

Cuando la Tierra cesó en su sacudida, ella ya no estaba allí. Me volví para buscarla, pero ya no estaba. Quizás salió corriendo presa del pánico y de los nervios, que hicieron efecto sobre tan tierna criatura. Pero quizás fue ella quien realmente me salvó a mí. Quizás fue ella una bendición caída del cielo. Quizás fue ella el ángel que me libró del terrible aniquilamiento que sufrieron casi medio millón de personas a manos de la propia madre que nos dio la vida. Quizás fue ella y no al revés. Nunca lo sabré. No volví a verla. Pero, si algo es seguro, es que jamás olvidaré aquella cara.

Lázaro San Román

El País.com, 20-11-2032

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