martes, 13 de abril de 2010

Autobús

Por fin. A lo lejos se divisaba, llegando con una tranquila lentitud, el objeto de mis esperas durante los últimos veinte minutos. Paró a mi lado, descansó su motor durante unos segundos y abrió su puerta. Todos los días me montaba en aquel condenado autobús que me llevaba a un lugar tan feliz que me provocaba depresiones. Todos los días el mismo conductor. Grande, calvo y con una prominente nariz, parecía conocerme ya como si fuese su propio hijo. Debía estar tan harto de verme como yo de verle a él. Pero en el fondo nos teníamos cariño. Aún así, jamás habíamos intercambiado una palabra de más relevancia que un saludo de cortesía.

Le di los 50 centavos que costaba el trayecto y fui a tomar asiento en mi lugar habitual. Precisamente aquella mañana, que no me había despertado con el mejor humor de todos. Precisamente en ese momento. Llevaba años ya sentándome en ese sitio. Apenas me encontraba personas en ese bus. Como mucho, alguna revista abandonada o algún viajero que, al quedarse dormido, se había saltado su parada. Vivía en medio de la nada, allí nunca va nadie. No entiendo aún, años después, cómo pusieron una línea de autobús allí.

¿Qué cojones hacía aquel viejo sentado en mi sitio? Era la única persona montada. Habían unos 30 asientos libres. Y precisamente tenía que haber cogido el mío. Manda huevos. Aún conservaba algo de la educación que me habían impartido mis padres cuando era un niño pequeño y, por respeto a la tercera edad, simplemente arrastré mi maleta con desgana y me senté cerca de él.

- Buenos días, muchacho – me dijo con una amplia sonrisa.

- Buenos días, señor.

- ¿Te molesta que me haya sentado en tu sitio?

- No, tranquilo, hombre, no pasa nada.

Cogí mi teléfono móvil, enganché mis auriculares en él y, acto seguido, los introduje en lo más profundo de mis oídos. Quería ausentarme durante el trayecto, tal y como solía hacer cada vez que me montaba ahí. Cuando llevaba unos veinte segundos de mi canción favorita del amplio repertorio de jazz que contiene mi antiguo Sony Ericsson, no pude evitar girar mi cuello violentamente, con los ojos y la boca abiertos en un claro gesto de estupor.

- O-oiga, ¿cómo sabe que ese es mi sitio? – acerté a inquirir.

- Del mismo modo que sé que te llamas Andrés.

Su sonrisa y su penetrante mirada me hicieron retroceder unos milímetros en mi asiento. Para ser sincero, estaba bastante acojonado.

- Pero… - levanté una ceja e intenté dominar la situación - ¿quién es usted?

- ¿Quién sabe? – respondió alegremente.

El colectivo, que es como llaman a los autobuses en Argentina, frenó bruscamente, lo que provocó que me cayese de nuevo en mi asiento, lastimándome levemente el hombro derecho. El viejo se levantó, se quitó el sombrero tras una breve zalema en señal de saludo y se bajó por la puerta trasera. Cuando me levanté para observar su dirección, lo máximo que pude divisar fue polvo en la lacrada calle y nada más.

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